Empiezo a escribir esto en el aire, incluso si sé que probablemente no terminaré de escribir ya sea porque es tremendamente incómodo escribir en un avión —aunque, no voy a mentir, es también una forma de romantizar este oficio—, porque finalmente nos llegue la cena o desayuno o lo que sea que se da en los aviones cuando saliste a las 10am de Ciudad de México y llegarás a las 6am a Madrid, o porque el bebé que está a un par de asientos del mío decida que, ¿por qué no? Es un buen momento para llorar otra vez.
Pasé tres semanas con mi familia después de casi tres años viviendo fuera. Inicié el 2022 en el sitio que llamé casa por más años de los que he nombrado hogar a ningún otro sitio e hice un balance de lo que ha sido crecer. Crecí mucho durante la adolescencia, como todos, me estiré, algunas partes crecieron de forma desproporcional a otras, me volví más alta y todas las cosas inherentes a esa etapa de la vida, pero creo que fue durante los últimos dos años que crecí más que nunca. Hacerse adulto se volvió mirar mi cuenta bancaria y siempre ir con cuentas regresivas de hasta cuándo podré vivir con qué cantidad de dinero, tomar decisiones que marcan, elegir con quién compartir mi vida e intentar tener un poquito de estabilidad. Creo que esta última es la parte más difícil, de alguna forma el suelo nunca se vuelve totalmente seguro.
México es uno de los países donde salirte de casa de tus padres ocurre mucho más tarde. Mientras que en sitios como Estados Unidos la edad promedio es de 24 años y en sitios de Europa como Suecia y Francia oscila entre los 20 y 23 años, en México el promedio son 28 años. Mirar esto como una deficiencia de la autonomía de los mexicanos creo que sería el foco equivocado, en su lugar, considero que juntar el dinero que te permita ser independiente con los salarios mexicanos es, sin duda, la causa principal. Si hubiera tenido que dejar la casa de mis padres con mi primer sueldo no creo que estaría donde estoy, así que benditos sean los padres que nos dejan quedarnos un poco más en el nido y nos ponen alas.
Impacta mucho salir de casa, pero impacta de una forma impresionante el volver. Estoy segura de que no soy la única que sabe lo que se sienten esos abrazos con sabor a: “te extrañé una vida entera aunque hayan sido solo meses”. De eso se trataron estas últimas semanas. De abrazos que cargaban una vida entera consigo, de comprender que, aunque te vas, una parte de ti se queda con quienes amas y, de alguna forma, para bien y para mal, las cosas cambian, aunque los sentimientos se mantengan intactos. Me reencontré con mi familia y amigos pero, a su vez, me reencontré con un pedacito de mí: la persona que creció ahí.
Encontré mis primeras libretas donde escribía historias, las novelas de los Jonas Brothers donde era novia de Joe Jonas, mis muñecas, mi ropa, mi yo llena de sueños que escribió en un papel: “quiero algún día vivir en otro país y encontrar el amor con alguien que sea sumamente inteligente” —sí, eso lo escribió mi yo de dieciséis años—. Encontré a mi mamá sonriéndome en la cocina y fue como volver del colegio a la hora de la comida, a Simona, mi cocker spaniel corriendo como el primer día que la adopté en una feria —aunque ahora sea más viejita y duerma mucho más. Y se lo enseñé a la persona que amo, le dije: “mira, aquí es donde crecí, esto es quien soy y quien siempre seré”.
Entendí que las raíces se quedan ahí donde las dejaste, y que, aunque se sienta muy bien andar en otras macetas, siempre tendré la necesidad de volver ahí donde puedo plantarme sin miedo a nada. Y que las hojas y las flores cambian, cambian muchísimo. Que claro que ahora el agua de mi ciudad no me riega como antes, pero me hidrata más que cualquier otra.
Volvemos a los lugares donde fuimos felices, no soy la primera en escribirlo, pero nadie nos dice que se van a sentir tan distintos, que te va a electrizar la vida por completo mirarte a través del suelo que te vio crecer. Volver es un apretón al corazón que te estruja después cuando tienes que volver a irte. Pero volver es un privilegio, y viniendo de México donde tanta gente se va y no puede volver jamás por papeles, por familia, porque sino los deportan… Volver, repito, es un privilegio.
Termino esta newsletter en la cocina del Airbnb que rentamos mi novio y yo en Gante. El avión aterrizó y otra vez estoy del otro lado de océano. Taylor Swift suena de fondo y estoy llorando porque extraño mi casa y porque ha sido bonito revisitar todo al escribirlo. Porque los adioses no se vuelven más fáciles nunca, porque todavía sigo creciendo, aunque ya no me estire, y porque los siguientes meses serán una montaña rusa. Pero estoy tremendamente feliz porque a donde sea que voy las traigo conmigo, las tengo del otro lado de la pantalla haciéndome creer que ningún camino se puede poner demasiado difícil.
Sé que tardé en sacar la primera newsletter del año, me desconecté por completo para disfrutar y tomar decisiones de esas grandes que una toma jugando a ser adulta -y, de alguna forma, volviéndose adulta por hacerlo. Así que ya irán leyendo de esas grandes decisiones por aquí pero, mientras tanto, les comparto fotos de mi México lindo y querido:
¿Cuáles son sus primeros sentimientos de este año? Pueden contestar a este correo contándome, que las leeré con gusto. Un abrazo,
❤️ lloré contigo